26 de diciembre de 2009

Capítulo I

La gata sobre el tejado de zinc... «caliente»

Si las fábricas de dulces son el paraíso de los niños pequeños y las tascas de mala muerte, el de los maridos insatisfechos, qué duda cabe de que Starbucks es el edén de los corazones solitarios.

En aquella ciudad desconocida, que podría ser cualquiera —incluso la tuya—, había un Starbucks, como en todo lugar civilizado sobre la faz de la Tierra. Y, como ocurría a lo largo y ancho del mundo, aquel local acogedor era el centro de reunión de las personas más perturbadas y atrayentes de los alrededores: estudiantes universitarios adictos a las anfetas, guionistas de televisión en paro, divorciadas enganchadas al tabaco y los libros de Nora Roberts... Todos ellos solían tener en común una única cosa: nunca, bajo ninguna circunstancia, los encontrarías allí sentados con algo parecido a una pareja. Amigos, exnovios, terapeutas o profesores de Tai-Chi, pero jamás parejas. A los novios se los lleva al cine o a una cafetería al uso, pero nunca a Starbucks. Incluso existen varias leyendas urbanas sobre relaciones que se fueron al traste porque algún incauto decidió que ya era hora de que el amor de su vida conociese su lugar favorito de la ciudad.
Salvo por este pequeño inconveniente, era el sitio ideal para charlar, criticar, leer, maquinar planes de dominación mundial o, sencillamente, pasar el rato.

Y aquella tarde, como otras tantas, Javier Casanovas aporreaba alegremente las teclas de su pequeño portátil, mientras su café mocca la esperaba sobre la mesa.

..:: Javi ::.. Quiéreme cuando menos lo merezca, porque será cuando más lo necesite dice:
Vamos, Adri, sólo es una fiesta en casa de un amigo. ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que acabemos cantando «Like a virgin» desnudos sobre la mesa del comedor?

//Adrián// ~> ~ It´s my life, it´s now or never, I ain´t gonna live forever… I just wanna live while I´m alive ~ dice:
¿Te imaginas? ¡Jajaja! ¿Así acabáis las fiestas tus amigos y tú?

..:: Javi ::.. Quiéreme cuando menos lo merezca, porque será cuando más lo necesite dice:
Estás esquivando el tema, pero no va a funcionar. Es una buena oportunidad para presentarte a mis amigos. Hace como un mes que salimos en serio y todos quieren saber cómo es mi chico misterioso.

//Adrián// ~> ~ It´s my life, it´s now or never, I ain´t gonna live forever… I just wanna live while I´m alive ~ dice:
Podrías decirles que tu chico misterioso trabaja el sábado por la mañana y no puede pasarse la noche anterior de fiesta.

..:: Javi ::.. Quiéreme cuando menos lo merezca, porque será cuando más lo necesite dice:
¡Bah! Excusas. Mira, te tengo que dejar, porque he quedado con una amiga y tiene que estar al caer. Pero piénsatelo, ¿vale? Esta noche te llamo cuando vuelva a casa. Un beso.

//Adrián// ~> ~ It´s my life, it´s now or never, I ain´t gonna live forever… I just wanna live while I´m alive ~ dice:
Otro. Ciao.

Cuando Javier cerró la tapa del portátil, suspiró amargamente como sólo sabe hacer la gente que está profundamente enamorada. Siempre había soñado con poder hacerlo, pero, a sus veintisiete años, nunca había estado tan cerca de la felicidad amorosa como en las últimas semanas de su ajetreada y atípica existencia.

Homosexual hasta la médula —mal que les pesase a sus padres—, profesor de historia en un instituto público y amante fiel del café, el chocolate caliente y, en general, cualquier bebida que fomentase las conversaciones largas. No se consideraba una mala persona, aunque le gustaba alardear de ser bastante desagradable, sarcástico y cruel con la mayoría de la gente. No creía en Dios, el destino o la justicia cósmica, sólo en los extraterrestres. Así que estaba convencido de que la única manera de sobrevivir en el mundo real es enseñar los dientes cada vez que sea necesario. La bondad humana era otra de las cosas que no concebía como posibles, así que, siempre que conocía a alguien excesivamente agradable o risueño, desconfiaba de él. Con todo esto, no era raro que su vida amorosa fuese más triste que la de Ana Karenina —libro que, por cierto, era su favorito—. En el otro lado de la balanza, el de lo positivo, podía contar con el sincero afecto que le profesaban todos sus amigos, que, si bien escasos en número, eran de lo más ruidosos, por lo que solían hacerse notar siempre que era necesario.

La más importante de todos ellos, la mujer que le había acompañado en los buenos y malos momentos desde la guardería, se llamaba Melania. Precisamente era con ella con quien había quedado aquella tarde, como casi siempre. Y ya se estaba retrasando más de lo habitual en ella.

Cuando Javier empezaba a ser consciente de este hecho, la puerta del Starbucks se abrió con tal fuerza que sobresaltó a un grupo de chicos que se sentaban justo al lado de ella. El umbral lo atravesó, como era de esperar, la propia Melania, con la rapidez de un guepardo y el entrecejo fruncido de un profesor de matemáticas. «Tenemos problemas», se dijo Javier en cuanto la vio aparecer.

—¡Un café latte urgente, Mónica! —le gritó a la chica que estaba tras la barra cuando pasó por su lado. Ni siquiera la miró, sino que se fue directa hacia la mesa donde estaba Javier, su mesa de siempre—. ¡Tenemos problemas!

Él esbozó una sonrisa de autocomplacencia y asintió con la cabeza, haciéndole saber que estaba seguro de que diría exactamente eso.

—¿No querrás decir: «tengo»? Porque mi vida hoy es maravillosa. Y créeme que si algo me la estuviese estropeando, me habría dado cuenta sin necesidad de que entraras aquí como un elefante en una cacharrería.
—Sí, sí, sí. Lo que tú digas —Dejó caer su bolso sobre una de las sillas libres, y luego ella se sentó en otra—. ¿A que no adivinas qué me ha ocurrido?
—¿Has vuelto a salir de casa sin ropa interior y tienes miedo de haber pillado una infección de orina?
—Peor.
—¿Tu jefe ha vuelto a sugerirte que te acuestes con él si quieres que te suba el sueldo?
—Sí. Pero no es eso. Es algo mucho más gordo —Resopló y se dio aire con las manos antes de empezar a explicárselo—: ¿Recuerdas la chica confusa de la semana pasada, a la que le aconseje que explorase su sexualidad y le dijese que sí a su amiga si de verdad le gustaba? —Javier asintió mecánicamente con la cabeza—. Pues ha vuelto.
—¿Y qué tal le ha ido con su amiga?
—Mal. Resulta que no le tiraba los tejos. Pero da igual, porque dice que el sábado se fue a un bar de lesbianas y ahora tiene novia.
—¿Y dónde está el problema? —Él se encogió de hombros. Le parecía maravilloso que aquella chica tuviese tanta facilidad para ligar.
—Aquí viene, aquí viene... ¡Dice que cree que es heterosexual!
—¿Su novia?
—¡No! ¡Ella!
—¿Hace una semana te escribe porque cree que es lesbiana y ahora porque piensa que no lo es?

Melania abrió mucho los ojos e inclinó súbitamente la cabeza a modo de asentimiento. Cuando se ponía nerviosa resultaba mucho más expresiva de lo habitual, y Javier siempre tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no reírse y hacerla enfadar.

—Bueno... ¿Y si la ignoras? Sé que no es ético, y todo ese rollo, pero si no te ves capaz de darle un consejo adecuado, mejor fingir que su carta se ha perdido por el camino.
—No es una mala idea. Aunque no es que no sea capaz de darle un buen consejo...
—¿Ah, no? —Sonrió socarronamente, alzando la ceja derecha en un gesto cargado de sarcasmo muy típico de él.
—¡Pues no! ¡Es que es una puta perturbada!
—Es una chica con problemas de identidad sexual, Mel... Pobrecita.
—¿Pobrecita? ¡Lo que pasa es que como tú eres marica te pones de su lado! Pero es una trastornada, una psicópata, una... ¡Una loca de los huevos!

La extraña conversación fue interrumpida por la camarera del Starbucks, que se acercó a la mesa para llevarle a Melania su café latte. En su cara blanca y redondeada, de aspecto generalmente amable, se podía leer fácilmente un: «Ojalá te atragantes, zorra», que causó las carcajadas poco sutiles de Javier.

—¿De qué va esta tía? —susurró Mel cuando estaba demasiado lejos como para poder oírlos—. Venimos aquí como cuatro veces por semana. Debería ser más condescendiente con mis ataques de nervios.
—Quizá sea porque al entrar la llamaste «Mónica».
—No te sigo, Javi.
—A Mónica la despidieron el mes pasado, y, sino recuerdo mal, se acostaba con el novio de Ángela, que es el verdadero nombre de esta chica.
—¡Mierda, es verdad! Bueno... Se lo merece, por suspicaz. Mónica era mucho más simpática —resolvió alegremente mientras probaba su bebida.
—¡Pero si la echaron por escupir en los cafés de los clientes que le caían mal!
—Eso no la convierte en una antipática —Se relamió los labios y sonrió—. ¿Tú y yo le caíamos bien, no?
—Espero que sí.
—Y sino... ¿Crees que haber probado la saliva de otra tía me convierte en lesbiana?
—¿Por qué no se lo preguntas a esa supuesta perturbada cuyas cartas tanto te enervan? —Rió burlonamente y le dio un buen trago a su café mocca—. Tal vez en la próxima te pregunte eso mismo.
—Seguro. Y, aunque te empeñes en defenderla, es una maldita loca. Explícame sino por qué me describe con pelos y señales su sesión de sexo oral con su novia, para luego decirme que no le gustó y que por eso está convencida de que es hetero.
—Tal vez es una de esas personas a las que le gusta detallar mucho las cosas.
—O está chiflada y necesita ir a un loquero.
—Probablemente —admitió él, justo antes de exhibir sus dientes en una sonrisa victoriosa—. Pero quizá por eso te escribió a la revista. Se supone que los que responden a esas cartas son psicólogos, y no diplomadas en enfermería que no han encontrado un trabajo mejor, ¿sabes?
—O sea, que la culpa es mía por haberme equivocado de vocación al empezar la universidad. ¿No?
—Bingo.

Tras ésta y otras muchas discusiones del mismo estilo, la tarde se consumió, y llegó la hora de que cada uno de ellos volviera a sus quehaceres. Javier tenía que volver pronto a casa para corregir varios trabajos de historia medieval antes de cenar, y así tener tiempo para hablar por teléfono con Adrián toda la noche. Por su parte, Mel sólo tenía que pasarse por el súper y comprar un par de pizzas congeladas para tener algo que cenar; pero si había algo más triste que no tener planes para un miércoles por la noche, era quedarse sola en Starbucks bebiendo café y mirando por la ventana, así que decidió autoconvencerse de que tenía muchas cosas que hacer y que era hora de marcharse.

—Y entonces, ¿tu chico misterioso y tú vais a ir a la fiesta del viernes en casa de Pablo? —le preguntó ella mientras doblaban juntos la esquina.
—Él no puede. Y yo... Supongo que sí. Ya veré.
—¿Y cómo es que ese hombre que dices que es tan perfecto no te quiere acompañar? —inquirió con tonillo irónico.

Melania rió para sus adentros. Aunque quería mucho a Javi, no podía negar que le encantaba sacarles defectos a sus novios. Pero lo hacía sin mala intención, sólo con ese punto de malicia que consideraba que toda mujer tenía que tener al hablar de las relaciones sentimentales de sus amigos.

—Tiene turno de mañana el sábado.
—¡Vaya! Y entonces, ¿cuándo me lo presentarás? Es indispensable que conozca a tu novio antes de que cumpláis tres meses. ¿Cuánto lleváis ya? ¿Dos?
—En serio sólo uno.
—¿Eso significa que las primeras semanas te lo tirabas de broma?
—¡Mel!

Javier no pudo evitar sonrojarse ante aquella salida de tono de su amiga. Él era la persona más políticamente incorrecta y deslenguada del mundo cuando se trataba de otros, pero si era de su vida sexual de la que se hablaba, se volvía exageradamente pudoroso. Melania, sin embargo, no tenía pelos en la lengua ni siquiera cuando el tema la implicaba directamente a ella. Al contrario; le encantaba relatar con todo lujo de detalles sus noches de pasión, y Javi solía ser el elegido para compartir con ella tales momentos.

—Vale, vale... Pero es que de verdad que ando un poco perdida. No sabía que estuvieseis saliendo en serio. Es más, la semana pasada todavía erais sólo follamigos, así que no entiendo cómo es posible que ahora llevéis un mes de novios oficiales.
—¡Eso no es cierto! Hace siglos que dejó de ser un simple polvo. Es imposible que me haya referido a él como a un follamigo más —replicó algo molesto. Tal vez el subconsciente le hubiera traicionado, pero por Adrián sentía cosas especiales, o al menos eso creía.
—Tal vez no lo dijiste explícitamente, pero...
—¿Pero qué? ¿Lo leíste en mis gestos faciales? No me digas que ahora te crees una psicóloga de verdad.
—Pues no sé, Javi, pero estoy segura de que me diste a entender eso.

Trató de hacer memoria, para tener algo que le permitiera justificar aquel comentario que había molestado tanto a su amigo. No es que le preocupara demasiado, porque Javi era una persona muy visceral, de enfados inesperados y fugaces. Casi tan inestable como ella, que también podía pasar de la tranquilidad más absoluta a la ira casi enfermiza por una simple palabra fuera de lugar. Pero a ambos se les pasaba al cabo de unos minutos.

—¡Ya me acuerdo! Estabas preocupado por no sé qué tío del trabajo de él —A medida que hablaba, iba recordando más fácilmente la conversación de la semana anterior—. ¡Eso es! Estabas súper rallado por lo de que tenéis una relación abierta. Decías que te cargarías a su compañero si al final tenían un lío.
—¿Y? ¿Acaso eso no es la prueba de que vamos en serio?
—«Relación abierta» —subrayó, aunque pidiéndole perdón con la mirada—. Que tú no te quieras acostar con nadie más y tengas celos de otros tíos no lo convierte en algo serio. Al menos no por parte de él.
—¿Qué tendrá que ver que seamos gente liberal con que seamos novios o follamigos? —se quejó, cruzándose de brazos como un niño enfurruñado.
—Javi... Los dos sabemos que tú no crees en eso de que tu novio pueda acostarse con quien le de la gana sin darte explicaciones. Lo siento, cariño, sé que duele, pero ese tío te está haciendo la trece catorce —Le acarició varias veces el brazo para darle ánimo—. Bueno... En realidad no es culpa suya; él tampoco está haciendo nada realmente malo. Te tiene como follamigo, pero tú te estás pillando.
—¡Que no somos follamigos, maldita sea!
—Vamos a ver, Javi, razona. Si tenéis sexo sin compromiso, os caéis bien y sois totalmente libres para veros con otras personas y hacer lo mismo... ¿Qué sois?
—Dos tíos que se quieren, pero que tienen una relación liberal —insistió, reacio a aceptar los argumentos de su amiga.
—¿Y en qué se diferencia eso de una follamistad?
—Pues... No sé. Ahora mismo no se me ocurre.
—¡Porque no hay diferencia! Mira, nene, tú puedes hacer lo que quieras con tu vida, pero... Ve con cuidado, ¿vale? Porque estás empezando a ver a ese tío como un novio de verdad, y eso es peligroso. Imagínate que te enamoras y él sigue acostándose con otra gente. ¿Cómo te sentirías?
—Mira, Mel... Me voy. ¿Te importa? Tengo mil cosas que hacer, y encima tú sólo estás consiguiendo que me ralle por tonterías.
—Como quieras —Se encogió de hombros—. Perdona si me he excedido; ya sabes que a veces me paso de pasional cuando discuto sobre algo. ¿Te llamo mañana y quedamos para el viernes? Porque tengo un vestido nuevo que quiero estrenar en la fiesta de Pablo, y sólo lo haré si tú me acompañas.
—De acuerdo. Mañana hablamos —Le dio un beso en la mejilla y cruzó rápidamente el paso de cebra antes de que el semáforo se pusiera en rojo. Desde el otro lado, se volvió y añadió gritando—: ¡Y no te olvides de tenerme al tanto de las novedades de tu lesbiana trastornada!

Melania le respondió con una sonrisa y echó a andar en dirección a su casa. Aquella última broma de Javi le había quitado un peso de encima, porque por un momento llegó a temer que pudiese molestarse de verdad con ella. Pero es que, aunque lo que digan no guste, los amigos siempre tienen que estar ahí para ayudarle a uno a abrir los ojos cuando es necesario. O, al menos, eso es lo que pensaba Mel. Si ella estuviese en la situación de Javi, le gustaría que él le diese los mismos consejos que ella acababa de darle.

Estos entuertos amorosos de su buen amigo le recordaron a Mel la cantidad de entuertos ajenos que tenía que resolver a una horda de desconocidos, la mayoría de ellos completos deficientes sentimentales. Porque a la revista de actualidad donde trabajaba desde hacía año y medio no escribía gente cabal. Para nada. Se trataba de individuos como la chica que pasaba de lesbiana a heterosexual con cada carta que enviaba a la sección de Mel; gente extraña, con serios problemas para discernir lo que es normal de lo que cruza la barrera del frikismo y la estupidez más patética.

Quizá fuese cruel pensar en sus lectores como gente incapaz de dar los buenos días en el trabajo sin entrar en una crisis existencial profunda, pero es que estaba realmente harta de dar consejos inútiles. Odiaba admitirlo, pero, en el fondo, la lesbiana —o no lesbiana; según el día— era todo un chorro de aire fresco. Se salía del aburrido denominador común de todas las cartas que le llegaban a su mesita de la redacción: «Querida Mujer Maravilla, no te lo vas a creer, pero creo que voy a plantearte la situación más compleja del mundo. Mi novio ha eyaculado en mi cara sin previo aviso y luego, mientras yo dormía en el sofá para demostrarle lo molesta que estaba, ha telefoneado a todos sus amigos para contárselo y reírse. Seguramente esté loca al pensar esto, pero... ¿Tú crees que podría tratarse de un cerdo que no me quiere? Con cariño, una chica confusa». Todo eran preguntas estúpidas, de respuesta obvia, pero tenía que llenar cuatro páginas de la revista con ellas, y además tratar de quedar como una profesional, así que no le quedaba más remedio que inventarse teorías evolutivas sobre un gen heredado de nuestros antepasados los monos que determina que algunos hombres hagan ese tipo de cosas, sin ser por ello malas personas. ¿A qué clase de mema podía satisfacerle un trabajo así? En el fondo le encantaría poder responderle sinceramente: «A la chica confusa. Mira, nena, tu novio es un capullo. ¿Pero sabes una cosa? Si tú eres tan estúpida como para gastar un sello en enviar esta carta, quizás necesites que se te corran en la cara un par de veces más. Quizá eso estimule tus neuronas. Con mi más sincero afecto, la Mujer Maravilla».

Pero había algo más patético que todo esto, y es que a Mel, salvo en contadas excepciones —como aquella tarde—, le encantaba su trabajo. Desempañaba una labor totalmente inútil que seguramente hiciera que todo buen psicólogo se avergonzase, pero sólo tenía que enrollarse lo más posible y hacer creer a los pobres idiotas que le escribían que su situación era de lo más normal, que todo el mundo se plantea ese tipo de cuestiones alguna vez. A cambio, tenía unos horarios exageradamente flexibles y cobraba unos dos mil euros al mes. Con semejantes condiciones, y teniendo en cuenta que se trataba de una publicación mensual, ¿quién su sano juicio se quejaría? Es cierto que no le llenaba, pero Melania era ante todo una persona práctica, y prefería tener dinero y un empleo sencillo; ya se encargaría ella de aliviar sus inquietudes existenciales en sus ratos libres.

Y la gran pregunta que todo el mundo solía hacerse cuando Mel explicaba en qué consistía su trabajo: ¿cómo había podido acabar ella, Diplomada en Enfermería, accediendo a semejante chollo de puesto? Ésa era una duda que nadie había logrado resolverle, pero estaba casi convencida de que era la única chica joven y atractiva que se postuló para el trabajo. El redactor jefe, que se encargaba en persona de las entrevistas de trabajo, era un cuarentón lascivo y asqueroso al que le encantaba tener empleadas de buen ver en su redacción, así que, cada vez que el puesto de chica guapa quedaba vacante, tocaba renovarlo a toda costa, aunque tuviese que contratar a un enfermera para desempañar el trabajo de un psicólogo o a un veterinario para hacer de periodista deportivo —aunque hay que admitir que se trataba de un veterinario muy aficionado al deporte—.

* * *

Al llegar al súper que había de camino a su casa, Melania ya se había olvidado totalmente del novio liberal de su amigo Javier, la trastornada con problemas de identidad sexual y el baboso de su jefe. Y gracias a Dios que lo había hecho; de lo contrario, habría recorrido el pasillo de dulces con cara de vinagre, y eso le hubiera hecho perder muchos puntos. Porque... ¿Qué joven atractivo en su sano juicio presta atención a una mujer que se muestra amargada mientras pasea entre tabletas de chocolate? Ninguno. Y, con toda seguridad, aquella especie de dios griego hecho carne que tenía ante ella no sería una excepción.

¿Quién dijo que hacer la compra no podía ser enriquecedor?

Con una única idea en su cabeza, la de no resbalarse con sus propias babas, se movió sigilosa entre los dulces, acercándose como quien no quiere la cosa a la estantería de chocolate puro, donde el tío bueno desconocido parecía muy entretenido comparando precios con aire de concentración. Se puso a su lado y fingió que dudaba entre varias marcas, mientras por el rabillo del ojo recorría de pies a cabeza a aquel tipo. No era para nada alto —no mediría mucho más de 1,70—, ni tampoco excesivamente robusto —aunque Melania estaba convencida de que debajo de aquel jersey se escondía un torso, cuando menos, definido—, pero en conjunto era un chico realmente atrayente. Su cuerpo era armónico, estaba muy bien proporcionado, cosa que Mel valoraba mucho después de haber salido con varios adictos al gimnasio cuyos bíceps eran más grandes que su cabeza. Además, o aquellos Levi´s obraban milagros, o tenía un trasero realmente bien formado.

—Lo siento —murmuró él cuando le paso un brazo por delante para alcanzar una tableta del estante superior.

Cuando hizo ese movimiento, Mel pudo verle mejor la cara.

Como le había asegurado su intuición de soltera desesperada, era muy guapo. Tanto que no le hubiera importado que se tratase de hombre con algo de tripa cervecera; aunque lo prefería delgado, para qué mentir. Tenía los ojos grandes y negros, como dicen que es de esperar de un buen hombre mediterráneo, el pelo del mismo color, y unos labios finos y anaranjados que a Melania le parecían de lo más tentadores. El contorno de su mandíbula, bastante marcada, lo recorrían algunos vellos rebeldes, que indicaban que aquella mañana no se había afeitado.

«¿Por qué a mí?», se quejó en su fuero interno. ¿Podía haber algo peor que volver a casa sola a cenar pizza y chocolate después de haber contemplado tan de cerca de semejante portento de la naturaleza? Sólo le quedaba el vago consuelo de poder quedarse cinco minutos más en el pasillo de los dulces para seguir comiéndoselo con la mirada.

—Perdona —Su voz fue como música para los oídos de Melania—... ¿Me podrías ayudar? —Y al decir esto, sonrió.

Se trataba de una sonrisa que Mel conocía de sobra. La conocía todo el mundo, en realidad. Era la clásica mueca que un soltero utiliza para hacer saber que lo que va a continuación es todo un despliegue de artes de seducción. La sonrisa que da comienzo al juego, que abre la veda.

¡Que empiecen a volar los cuchillos!

—Claro. ¿Qué necesitas? —Se colocó un mechón de pelo por detrás de la oreja. Un claro gesto de respuesta afirmativa a la sonrisa juguetona de él.
—Necesito —Volvió a sonreír, y Mel empezó a creer en los milagros—... Verás, tengo un gran dilema, y me vendría bien el consejo de alguien.
—Pues estás de suerte. Soy toda una experta en dar consejos.
—¡Genial! —Le mostró dos tabletas de chocolate puro—. ¿Cuál crees que está más rico?
—Difícil elección —murmuró, haciéndose la interesante—. El de la derecha es el que todo el mundo come, pero es que el de la izquierda... No puedo ser objetiva, ¿sabes? El de la izquierda es el que tomo siempre después de un buen orgasmo.
—Entonces ya está decidido —Soltó una carcajada traviesa y lanzó la tableta de la izquierda al interior de la cesta, con el resto de su compra.
—¡Vaya! ¡Has elegido mi orgasmo! —En cuanto terminó de decir esto, se llevó una mano a la boca y se hizo la avergonzada—. Que mal ha sonado eso, ¿no crees?
—A mí me ha sonado de lujo...

En ese instante, sus miradas colisionaron como dos gigantescas olas en medio del océano, y Mel supo al momento que había conseguido lo imposible casi sin darse cuenta. Miércoles por la noche, supermercado, moreno juguetón... Parecía el argumento de una película para adultos, o de la fantasía más oscura de cualquier ama de casa, y, sin embargo, ella había tenido la suerte de cruzarse con él en aquel pasillo de dulces que para ella ya nunca volvería a ser el mismo.

—Me llamo Melania —dijo entonces, consciente de lo que venía inmediatamente después.
—Adrián...

Un último cruce de miradas y Mel sintió como su espalda chocaba contra uno de los estantes. Las manos de él recorrieron su cintura con rapidez mientras ella se aferraba a él y apuraba el beso, que se volvía más salvaje y ansioso por momentos. Fue una escena fugaz, de no más de quince segundos, como corresponde a los besos apasionados con desconocidos, pero le supo a gloria. Cuando se separaron y abrió los ojos, Melania se encontró con los de él, que, como un libro abierto, le dejaban leer todas sus intenciones.

—Tengo trabajo pendiente en casa... —comenzó ella.
—No te crees ni tú —Rió él, convencido—. Vamos... Ya que voy a comprar tu chocolate, habrá que amortizarlo.
—¿Insinúas que es necesario que tenga un orgasmo esta noche para que no se trate de una inversión inútil? —Se hizo la escandalizada, aunque en realidad le encantaba lo que oía.
—¿Tienes algún plan mejor?
—Bueno... En un canal de cine dan La gata sobre el tejado de zinc.

Era evidente que Melania se moría de ganas de caer en las redes del tal Adrián, pero consideraba que, toda mujer decente que se precie, debe resistirse, al menos un poco. Así que se prometió a sí misma que, a no ser que él lograse conquistarla definitivamente en el próximo minuto, dejaría pasar el tren, aun a riesgo de no volver a encontrárselo más en el pasillo de los dulces.

—Pues, aun a riesgo de sonar soez, tengo que decirte que ese tejado de zinc no es lo único que va a seguir caliente esta noche si decides volverte a casa a ver la tele.

«Touchée». Ya no había marcha atrás: estaba perfectamente depilada y había aceptado que, si él la desarmaba con su próxima frase, se dejaría querer. Y, aunque sí que fuese un comentario algo vulgar, había sido de lo más ingenioso y, sobre todo, demostraba que el chico tenía un mínimo de cultura. Que supiera lo del tejado de zinc «caliente» —palabra que ella no había utilizado— demostraba que había visto la película, leído el libro o que, al menos, sabía de qué obra le estaba hablando. Eso, aunque pudiera parecer una tontería, a Mel le hacía estar segura de que aquel hombre tenía un mínimo de cerebro; lo suficiente para que a la mañana siguiente no le diese vergüenza haberse acostado con alguien como él.

En el corto trayecto hasta la casa de Adrián, que estaba al final de la misma calle donde se encontraba el supermercado, Mel se repitió una y otra vez que todo iría bien. No era una diosa del erotismo ni nada semejante, pero seguro que, por muchos meses que llevara sin ligar, no se habría olvidado de cómo hacer ciertas cosas. Después de todo, los animales más estúpidos del mundo, como las ardillas, lo hacían. Y si una de esas enanas peludas y descerebradas podía hacerlo, ¿qué no podría conseguir ella, que era más alta, menos peluda y tenía una diplomatura universitaria?

En el portal se encontraron con una señora mayor vecina de él, como ocurre en todas las buenas comedias románticas, y esa misma ancianita les acompañó en el ascensor los tres primeros pisos. Los dos siguientes, ya sólo se tuvieron el uno al otro, y lo aprovecharon para volver a besarse rápida y apasionadamente, como animales, antes de recuperar de nuevo la compostura para entrar a la casa.

—¿Quieres tomar algo? —Le ofreció él mientras cerraba con suavidad la puerta.
—Hombre... Suena a desesperada, pero lo cierto es que ya no tengo ganas de cenar.
—Yo tampoco —Se encogió de hombros—. Así que creo que somos dos desesperados.

Adrián dejó caer las bolsas de súper sobre el mueble de la entrada y la agarró de la mano para conducirla por el pasillo hasta la habitación del fondo. Era un cuarto espacioso, con una cama grande y pocos muebles más, pero con multitud de objetos decorativos colgados de las paredes. Había un par de máscaras chinas de porcelana colgadas junto a la puerta, varios pósters de grupos de música que Melania no conocía de nada, y, sobre la cama, un cuadro de tres piezas que representaba la ciudad de Nueva York en tonos grises. Era una habitación muy acogedora, elegante, con sus paredes blancas recién pintadas y los muebles negros, de corte moderno. «Tiene buen gusto», concluyó Mel mientras sentía cómo ambos caían sobre la cama.

—Espero que mañana no te arrepientas de esto —le susurro él antes de hundir sus labios en el cuello de ella.
—Ni tú tampoco.
—No lo creo. Soy un tío muy liberal para según que cosas —Y al decir esto, la besó, impidiendo que pudiera dar ningún tipo de respuesta.

Mel sintió sus labios calientes y húmedos, y por primera vez pudo disfrutar de ellos como se merecían, sin la prisa y ansiedad con que se habían besado antes. Casi sin darse cuenta, acabaron arrodillados sobre la cama, enredados el uno en el otro mientras se besaban, quizá más de lo habitual para una relación de una noche. Entonces, él le quitó la camiseta con la rapidez de un profesional y la empujó suavemente hasta dejarla tendida boca arriba sobre el lecho. Se colocó sobre ella, con sus cuerpos separados por una distancia prudencial de escasos milímetros, y le acaricio la piel de los costados mientras recorría su clavícula con deliciosos besos.

A Mel le gustaba aquello, le gustaba tanto que no recordaba cuándo había sido la última vez que se había sentido tan bien con un hombre en la cama sin apenas haber empezado a hacer nada. Hubiera podido prolongar aquel agónico placer más tiempo, dejándose hacer al ritmo lento que él marcaba, pero estaba demasiado excitada, y, según lo veía ella, sólo hubiera merecido la pena aguantar la excitación si se tratase del hombre de su vida. Y Adrián tenía materia prima de sobra para llegar a serlo, pero, desgraciadamente, ni siquiera llegaba a ser un follamigo —porque no había amistad entre ellos, claro—. Así que, incapaz de resistir más aquellos besos torturadores en sus hombros y el tacto suave de sus hábiles manos en su cintura, se aferró a su jersey y tiró de él para que se lo quitara.

—¿Tanta prisa tienes? —Murmuró él, travieso, mientras le desabrochaba los pantalones con exasperante lentitud—. Ahora sí que estás quedando como una desesperada —Le guiñó el ojo y rió amigablemente, lo que hizo que Melania se sintiese infinitamente más relajada.
—La paciencia nunca ha sido una de mis virtudes.
—Ni falta que hace. Como virtud es una mierda; hay otras mucha mejores.

«Como el saber hacer sentir bien a la gente en momentos complicados», apuntó Melania mientras le ayudaba a quitarse los pantalones. No quería decirlo en alto por si sonaba a niña enamoradiza, pero realmente aquel chico estaba logrando que se sintiese mucho más a gusto de lo que se espera de un polvo con un desconocido.

Entonces, las manos de él acariciando sus muslos la sacaron abruptamente de sus cavilaciones. Sintió luego sus labios sobre su ombligo y se estremeció de placer. Nunca le habían besado por todo el cuerpo como estaba haciendo Adrián, pero tenía que admitir que le encantaba esa sensación.

Cuando él terminó con su recital de besos y caricias, Mel vio por fin su oportunidad, y lo rodeó con sus brazos y sus piernas para que no pudiera escapar. Quiso corresponderle a los mimos del mismo modo, pero ella no era ni la mitad de imaginativa, y acabó limitándose a recorrer su pecho con los dedos y agasajar su cuello con el tacto de sus labios carnosos. Con todo, Adrián emitió un curioso ronroneo que la hizo sentir poderosa.

—Creo que voy a olvidarme para siempre de hacer la compra por Internet —bromeó entonces él, exhibiendo su bonita dentadura en una sonrisa que terminó de cautivar a Melania.
—Pues yo aconsejaré a todas mis amigas solteras que la hagan más a menudo. Algunas lo necesitan urgentemente; tendrías que haberlas visto cuando se estrenó el último anuncio de David Beckham —ironizó ella, que no se iba a quedar atrás en lo que a sentido del humor se refiere.
—No sigas. Mi madre es de las que se abraza al televisor cuando sale Richard Gere.

Rió con suavidad y hundió sus labios en los pechos de Mel, sin mostrar todavía intención de quitarle el sujetador.

—Por culpa de... Por culpa de ese tío, toda una generación de mujeres soñó con... ser... puta —añadió entrecortadamente, con la respiración acelerada por culpa de Adrián.

No sabía si era cosa de él o que ella realmente estaba desesperada, pero empezó a plantearse seriamente la posibilidad de llegar al orgasmo antes de que ninguno de los dos se hubiese desprendido de la ropa interior. Esta curiosa idea le dio ganas de reír, pero no tenía el suficiente aire para hacerlo, así que se limitó a cerrar los ojos con más fuerza y a enredar sus manos en el cabello de él, que seguía entretenido haciéndola tocar el cielo.

Y entonces oyó... Oyó... ¿Las campanas del cielo? Desde luego, si así sonaban, prefería irse de cabeza al infierno a tostarse al fuego.

¿Qué diablos era ese sonido? Entreabrió los ojos, y vio que él también se había detenido al escuchar los pitidos.

—Mierda —masculló.

A Melania no le gustó nada como sonó aquel «mierda», y sus temores se vieron confirmados cuando él la miró con ojos suplicantes antes de gatear por la cama hasta alcanzar un pequeño aparatito redondeado que estaba sobre la mesita de noche.

—Es mi busca...

«¡Ni de coña!».

—Es... Es... Tengo que irme, Mel.

«Al menos se acuerda de mi nombre», se consoló amargamente dentro de su cabeza. «¿Se puede tener peor suerte?»

—No te preocupes. Supongo que será importante si te llaman a estas horas.
—Sí. Muy importante —Se levantó de la cama de un salto y comenzó a vestirse apresuradamente—. Es un paciente al que llevo siguiendo mucho tiempo. Les dije que me avisaran si volvía a ingresar.
—¡Oh! Eres médico...
—Sí —Se volvió a poner el jersey en un abrir y cerrar de ojos y se sentó en la cama para atarse los zapatos—. Oye, Mel, de verdad que lo siento. Es una putada.
—Bueno... También es una putada para ti.
—Desde luego —Esbozó una sonrisa juguetona al decir aquello—. Espero que se me pase, o será muy raro cuando me vean aparecer en urgencias con esto dentro de mis pantalones.
—Cosas peores habrán visto —Rió—. En fin... Sea como sea, ha sido un placer.

Se levantaron de la cama al mismo tiempo. Él cruzó la habitación rápidamente mientras ella aún estaba comenzando a vestirse. Desde el umbral de la puerta, se volvió hacia ella y le dijo con una sonrisa:

—Quédate a dormir.

Aquello descolocó por completo a Melania.

—¿Cómo dices?
—Eso. Quédate. Es tarde, estás medio desnuda y yo me tengo que ir volando. Además, por mi culpa no has comprado la cena que habías ido a buscar al súper.
—Podré sobrevivir. Tranquilo.
—Está bien. No insistiré, pero... Volveré por la mañana, como muy tarde, y me gustaría terminar lo que hemos empezado. Pero si no quieres... Bueno, es tu decisión. Yo me voy ya, ¿vale? Espero verte pronto, y sino, encantado de haberte conocido.
—Igualmente...

Le dedicó una última sonrisa y echó a correr por el pasillo. Apenas diez segundos más tarde, Melania oyó cómo la puerta se cerraba. «¿Y ahora qué?», se preguntó mientras volvía a dejarse caer sobre el colchón, sentada sobre una de sus piernas. Le tentaba seriamente la idea de quedarse allí a dormir y recibirle por la mañana como a cualquiera le gustaría después de una noche dura, pero también estaba el hecho de que el quedarse a dormir allí implicaba una serie de riesgos. Una de las reglas de los polvos de una noche, lo que los diferenciaba de los follamigos y las relaciones serias, era que nunca, bajo ninguna circunstancia, se quedaban a dormir. Infringir esa norma podría traer consecuencias fatales, como encapricharse del desconocido encantador del supermercado.

«¿Y qué si me encapricho?», se dijo de pronto, mientras se metía bajo las sábanas grises de la cama de Adrián. «De momento, no he encontrado ninguna razón para no encapricharme de él».Y con este pensamiento optimista acordó que se quedaría allí a dormir.

* * *

El alba llegó sin que se diera cuenta. Cuando abrió los ojos, muy cansada, y vio que por las ventanas entraba ya mucha luz, fue verdaderamente consciente de lo que se habían alargado sus juegos nocturnos con el chico del supermercado antes de que su busca les interrumpiese.

Justo en ese instante, comprendió qué la había hecho despertar. El timbre sonó dos veces seguidas, y seguramente ya llevasen un rato llamando. Se levantó despacio, algo aturdida aún, y se puso la camiseta que llevaba puesta la noche anterior. Recorrió el pasillo lo más deprisa que pudo, teniendo en cuenta que estaba en una casa ajena y todo la despistaba un poco. Por fin, cuando llegó a la entrada, las bolsas de la compra con el chocolate y el resto de cosas seguían allí tiradas, y la persona que llamaba al timbre lo hacía con más insistencia.

Al mirar el reloj de pared que había junto a la puerta, vio que eran sólo las siete y media de la mañana, y supuso que sólo podía tratarse del propio Adrián, que, con las prisas, se habría olvidado de coger las llaves. ¿Qué otra persona insistiría tanto a semejantes horas?

—¿Te parece bonito olvidarte las llaves teniendo a una extraña dentro de tu casa? ¿Y si me hubiese marchad...?

Cuando abrió la puerta, la frase se le congeló en los labios.

—¡Javi! ¿Qué haces aquí?

Frente a ella, Javier estaba petrificado, con sus pequeños ojos azules muy abiertos recorriéndola de arriba abajo con la mirada.

—Mi novio vive aquí, Mel —dijo con un hilo de voz que, a pesar de ser apenas audible, no podía ocultar la mezcla de dolor y reproche que había tras sus palabras.

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